martes, 24 de septiembre de 2013

TODOS PARA UNO


Llegaba invariablemente los jueves por la tarde. Con aquellos mechones de pelo pegajoso, en un infructuoso esfuerzo por disimular la calva. Traje de saldo de grandes almacenes. Corbata gruesa, siempre de colores oscuros. Gafas de moldura plateada y un anillo de oro con un escudo en el meñique de su mano derecha. La misma con la que agarraba el inquietante maletín.

“Elonisidoro”, le llamábamos. Nuestra bestia negra, igual que su maletín.

Desde el día anterior se respiraba intranquilidad en la casa. Mi madre eludía todas las preguntas y trataba de desviar nuestra atención.

Aquella tarde de miércoles, mientras ella preparaba la cena, Juanito, mi hermano mayor, nos convocó en su cuarto.

- Tenemos que hacer un plan. Mañana una de vosotras, por lo menos, se tiene que salvar.

Entre cuchicheos, decidimos que él, que se libraba esa semana “vayaustéasaberporqué”, le entretendría mientras nosotras tres escapábamos.

Vivíamos en el noveno piso de una torre de quince, en un barrio de clase media de los antaño extra-radios de Madrid.

Llegó el jueves por la tarde.

- ¿Hoy viene Elonisidoro, mamá”? – preguntó Luisa, la menor, que por aquel entonces no tendría más de cuatro o cinco años.
- Sí, y se llama Don Isidoro, a ver si ya vas aprendiendo a hablar bien, hija.

¡Ding-dong!

Miradas de terror cómplice. Mis piernas temblaban, respiraba agitadamente y un sudor gélido me recorría el cuerpo en escalofríos.

- Buenas tardes, Don Isidoro.
- Buenas tardes, Doña Angelines, ¿cómo está la tropa?
- Pues más o menos, como siempre.
- ¿Su marido está?
- Estará a punto de llegar, me llamó desde la oficina hace más de media hora.
- Pues muy bien, dígame, ¿dónde todos los días?
- Sí, por favor, pase, voy a llamar a los chicos y en lo que usted saca sus cosas del maletín yo le traigo el agua.
- ¡Niños!, está Don Isidoro en el salón, id a verle.

Como terneritos de camino al matadero, fuimos apareciendo por allí, sin quitarle ojo al maletín de los horrores.

- ¿Qué pasa chavales? - decía Elonisidoro mientras de su maletín sacaba una bandejita metálica en la que depositaba agujas, muchas agujas, grandes, largas, amenazadoras.

Mi hermano nos hizo el gesto acordado, cruce de dedos de su mano izquierda, que indicaba que se ponía en marcha el plan.

 - Juanito, parece que creces por días, estás ya muy alto.
- Sí, este año voy a octavo - le contestó mientras se acercaba al hombre y desenfundaba una pistola de juguete- ¡Manos arriba! Esto es un secuestro.

Elonisidoro el perverso subió las manos siguiéndole el juego, pero su maldad era infinita. En ellas escondía su armamento químico en un frasquito de cristal.

De repente todo empezó a transcurrir muy deprisa. Juanito se abalanzó contra él, dio un manotazo a la bandeja en donde estaban todas las jeringuillas, agarró el maletín y se refugió en su habitación. Entre ruidos de cristales rotos, nosotras salimos disparadas, mi hermana Marian se encerró con pestillo en el cuarto de baño y Luisa y yo corrimos hacia la puerta de la casa, esquivando a nuestro padre, que entraba en ese momento. Luisa corrió escaleras abajo y yo hacia arriba.

- ¿Qué está pasando aquí? -dijo mi padre con voz furiosa.
- ¡Ay, Juan! que los niños se han amotinado. Ve por las pequeñas, que como salgan a la calle les puede pillar un coche.

Desde el rellano del piso quince, con el corazón en la boca, escuchaba a mis padres discutir y a Elonisidoro quejarse de lo maleducados que éramos.

Respiré un poco cuando sentí que mi padre se iba a toda prisa hacia abajo. “¡Pobre Luisa! Va a ser la primera en caer”.

En la casa todo parecía complicarse:

- ¡Juanito! ¿Dónde está el maletín?
- bsbsbsbs – no conseguía oírle, pero intuía que estaba confesando.
- ¡Que has hecho qué? ¡¡Por la ventana??

Los vecinos habían salido y alguien daba golpes en la puerta del baño. Pude escuchar a Ramón, el fontanero del 8ºA:

- Déjame Nines, que desmonto la puerta en un pis-pas.
- Noooo, nooooo, ¡no quiero salir! – aullaba Marian.

- ¿Será posible, los mocosos estos la que han liado! – gritaba mi madre fuera de si.

Volvió mi padre con Luisa llorando.

- Aquí te la dejo, Angelines. La he cogido cuando iba por el tercer piso. Voy a buscar a Rosi.

 “¡Oh no, han caído los tres!”.


Le oí que volvía a bajar hacia la calle.


Pasaba el tiempo y abajo se hizo el silencio. En mi refugio sentía cómo el terror iba dando paso a una ligera sensación de triunfo.

- Mire Doña Angelines, con todo este revuelo, creo que es mejor que me vaya. Estamos todos muy alterados. A ver si controla mejor a sus hijos, que el Benzetacil no es para tanto. Y ya me dirá cómo arreglamos lo del maletín.

- ¡Toma, toma, toma! ¡Hemos ganado! – exclamé y en mi alborozo no me percaté de que la figura enorme de mi padre estaba delante de mí.
- ¡Rosa! – me gritó cogiéndome en brazos con fuerza. Ven aquí que no sé si ponerte el culo morao o comerte a besos. ¡Vaya susto que nos has dado!

4 comentarios:

  1. Acabo de descubrirte y me ha encantado visitarte. Una historia divertida y tierna, como los "angelitos" que la protagonizan. Volveré, con tu permiso.

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  2. Jo, escribí un comentario el otro día y se ve que no lo guardé o algo porque no está. Qué cabecita!!

    Bueno, pues comentaba en el mismo que me ha recordado al practicante del barrio, Don Cesáreo, que venía a casa con su maletín de agujas, jeringuillas y olor a alcohol de desinfectar, de cuando en cuando, al aparecer las temidas anginas que nos daban tanta fiebre, y para horror de mi hermana y mío. Qué tandas de antibióticos nos enjaretaban! Recuerdo que llamaba el hombre al timbre y era sentir terror ..... total por un pinchacito de nada!

    Un abrazo Irene.

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    1. Ay, aquellos recuerdos terroríficos, los practicantes eran muy mala gente ;-)

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